Recuerdo cuando la navidad me daba sarpullido. Adolescencia. La sobredosis de cursiladas y de nostalgia. Los buenos sentimientos impostados. La tele con sus productos empalagosos, sus anuncios de vuelve a casa, sus telefilmes de final feliz porque ahí está Santa para arreglarlo todo. Las reuniones familiares cuidadas y elaboradas. La cena cocinada durante días, la vajilla buena, la cubertería de los días especiales. Los manjares que sólo se disfrutaban una vez al año. Las visitas de los familiares que no veías nunca. Parecía todo tan absurdo.
Recuerdo también el antes: cuando aquello era una celebración de semanas. Desde el primer día de vacaciones al último. La ilusión de rescatar el belén del trastero, buscar musgo, no romper demasiadas figuritas, inventar ríos con papel de plata, con agua... Colgar los adornos del árbol y subir la estrella. Las carísimas y frágiles luces. Los reyes magos que viajaban día a día hacía el portal. La tarde en que había que prepara algo para los pobres camellos. La estresante noche en que era imposible dormir pero no había más remedio que irse a la cama.
Recuerdo bien cuando dejé de ser el niño que disfrutaba todo eso, el adolescente que renegaba de todo ello, para ser el padre que se ocupaba de que la magia ocurriera.
Ahora quedan sobre todo los huecos que han dejado los que se fueron. Todo lo demás sigue ahí, pero no consigue taparlo. Falta quién se ocupaba de hacer de todo aquello algo especial. Falta el sentido de la ceremonia, de la celebración especial. Cuando todo está disponible, nada es particularmente apreciable.
Un clima nostálgico navideño al que acompaña bien la balada de una pareja que parecía definitiva pero que no duró tanto.
Un clima nostálgico navideño al que acompaña bien la balada de una pareja que parecía definitiva pero que no duró tanto.